domingo, 31 de enero de 2010

Capitulos 1 y 2


Capitulo 1
El día señalado llegó. Y todo estaba dispuesto.
El frío saludaba la mañana. La lluvia incansable de las últimas semanas se había ido, junto a las nubes negras. El sol asomaba entre las nubes, arrasadas por el viento, pero no era suficiente para dar algo de calor. Mucho tiempo era el que se llevaba esperando, y todos los detalles preparados, prevenidos con antelación. El camino que venia de Jarandilla había sido debidamente arreglado para que el cortejo lo recorriera sin problemas. El pueblo estaba engalanado como nunca antes. Las personas principales lucían sus mejores galas. Todo correcto, en su sitio.
Un jinete embozado cruzo el puente romano sobre la garganta de San Gregorio y comenzó a subir la última cuesta antes de llegar. Al ver la agitación existente a la entrada del pueblo, puso su caballo pardo al trote. El pueblo entero, y muchas otras gentes de la comarca, esperaban impacientes por ver a la comitiva. Nadie había querido perderse este último viaje y su paso por Aldeanueva de la Vera. Solo los niños se aventuraron a bajar un poco, nerviosos, mas por la expectación reinante, que por ser conscientes de la importancia del gran acontecimiento. Jaime, entre todos los chavales, reconoció el caballo. Por eso corrió pendiente a bajo, adelantándose a todos, para acompañar a su abuelo los últimos metros.
Cuando estaba llegando a su lado, el hombre tiro de la rienda para frenar, y se detuvo a la altura del chiquillo. Se agacho para cogerle y ayudarle a trepar a la montura, y así subirle con el. Entonces continuo, con paso lento, el último tramo.
- Abuelo Damián ¿Ya vienen?
- Si, ya llegan.

Capitulo 2
Hacia mucho tiempo que los Álvarez de Toledo eran señores del castillo de Jarandilla. Concretamente desde el 1369. Fue Enrique II quien entrego a Don García Álvarez de Toledo, entonces Maestre de la Orden de Santiago, el señorío de Jarandilla junto al de Tornavacas a cambio de que este renunciara a dicho maestrazgo. Ahora, 3 de Febrero de 1557, Don Fernando Álvarez de Toledo y Figueroa, VII señor de Jarandilla y IV Conde de Oropesa, esperaba con gesto serio en la plaza de armas de dicho castillo.
De pie, cerca del corredor porticado de dos pisos, por donde se esperaba la aparición del emperador, Don Fernando aguantaba el frío mañanero con indiferencia. Giro la cabeza y asintió cuando Don Luis de Quijada le comento:
-Es lástima ver partir una compañía de tantos años-
Fueron las primeras palabras del consejero del rey en toda la mañana. Había permanecido callado, reflexivo, taciturno, desde el inicio de la jornada. Ahora miraba el empedrado muy pensativo. Muchos eran los días que llevaba aguardando este momento. Había creído que su presencia de ánimo estaba preparada, pero no era así. Muchos eran los años que llevaba de servicio. Bien sabia que, aunque esta era una decisión muy meditada, era duro cerrar un capitulo tan glorioso de una manera tan drástica. También, después de todas las conversaciones mantenidas con el monarca, tenia la certeza de que era la mejor decisión posible.
Cerca de allí, los señores de La Chaulx, de Roeulx y de Hubermont, nobles flamencos, conversaban entre ellos. Frases cortas y en voz baja. Comentaban los detalles de su regreso a Flandes. Habían hecho todo el viaje con el emperador y, ahora que todo acababa, era hora de volver. Un nuevo rey seria ahora su señor. Habían sido licenciados, junto a casi un centenar de flamencos, antiguos servidores que habían de regresar a los Países Bajos. También tendrían que regresar a sus lugares de origen, todos los que habían acompañado al rey desde su llegada a Jarandilla, hacia cuatro meses. El emperador solo se quedaría con un reducido número de sirvientes para su definitiva estancia en el monasterio de Yuste. La licencia incluía a 99 alabarderos de la guardia imperial. En el patio, en el que todos esperaban, aun parecía resonar el estruendo de sus alabardas al ser arrojadas al suelo, después de que el emperador en persona les comunicara su licencia. Ninguno acepto servir en la nueva guardia de su hijo, ya que no querían servir en adelante a otro señor, después de haberlo hecho con quien les despedía.
Ni siquiera un sol tímido, remiso entre nubes blancas, quería perderse este último viaje. E ilumino el blanco patio para recibir al que todos esperaban. La litera de manos, que transportaba al rey desde las dependencias principales del castillo, avanzo con extremada precaución. Los cuatro sirvientes que la transportaban, se aproximaron, hasta detenerse frente a Don Fernando. Bajo el corredor que daba al patio central la depositaron en el suelo. Uno de los porteadores abrió la pequeña puerta de la litera cubierta, y ayudo a levantarse y salir de ella al gran señor. Se había preparado un enorme sillón de madera, con cojines para que desde él se despidiera de todos los presentes. Avanzó hacia el asiento con paso lento, ayudado por un bastón, hasta que se apoyo en los pasamanos del improvisado trono. Se sentó torpemente y solo entonces levanto la vista.
El silencio inundaba todo. Todos los que estábamos allí aguantamos la respiración, esperando el anunciado epilogo, antes de la ultima travesía. Yo, menos que nadie, quería perderse el más mínimo detalle.
Porque, si. Yo estuve allí.

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Carlos I de España y V del sacro imperio romano germánico, de negro, con el Toisón de Oro en el pecho, había abdicado en Bruselas, donde fuera nombrado hacia cuarenta años soberano de los Países Bajos. Esto había sucedido hacia ya más de un año. Entrego a su hijo Felipe los reinos de España y Nápoles, los Países bajos y todas las nuevas tierras conquistadas de las Américas, así como las dignidades de Gran Maestre. A su hermano Fernando de Austria, Rey de Romanos, cedió las tierras del imperio germánico (Alemania y Austria) y la transmisión de la dignidad imperial. La grave derrota de Metz, el estado físico del monarca, fuertemente aquejado de gota, así como su mentalidad de hombre de estado, le había llevado a tomar esta decisión sin precedentes. Carlos comprendió que sus debilitadas fuerzas no le permitían llevar el peso del imperio que había creado. Que su tiempo se acababa.
Una vez que fue oficial su alejamiento del imperio, expresó su deseo de retirarse, aconsejado por su gran amigo el Marqués de Mirabel, don Luis de Ávila y Zúñiga, extremeño de nacimiento, a un pequeño monasterio en Yuste para dedicar lo que le restaba de vida a Dios.
El 17 de Septiembre de 1556 inició su viaje desde los países bajos, en compañía de sus hermanas Maria y Leonor, a bordo de "La Bertendona", nao capitana de una flota de 56 navíos, a la que se uniría una escuadra inglesa enviada como homenaje al antiguo emperador por Maria Tudor, Esposa de Felipe II, hijo de Carlos. La flota llegó a Laredo el 28 de Septiembre, iniciando la penúltima etapa de su viaje a través de Castilla. El delicado estado de salud del monarca obligaba a transportarlo en una litera de caballos sin ruedas (suspendido entre las dos cabalgaduras) o en litera de manos. Burgos y Valladolid son algunas de las ciudades que le sirven de breve descanso en las agotadoras jornadas del viaje. Pero la estancia en estas ciudades, en las que se encuentra rodeado de familiares y aristócratas, se prolonga mas de lo que el deseaba, debido a que el palacete que había mandado construir adosado al monasterio de Yuste aun no estaba concluido.
Impaciente por llegar a su retiro, inicio de nuevo viaje en Noviembre. A pesar del mal tiempo, a pesar de que las obras en el monasterio aun no han finalizado, decide esperar a su conclusión en el Castillo de Jarandilla, propiedad del Conde de Oropesa, muy cercano a Yuste. Para ello cruza el puerto de Tornavacas, en la sierra de Gredos. Y por reducir las distancias y los tiempos del viaje, se decide a hacer el camino hasta Jarandilla, campo a través.
-¡Ya no franquearé otro puerto que el de la muerte!- Dijo el 12 de Noviembre, antes de comenzar la dura ultima jornada. En este trayecto, en el que cruza la sierra de Tormantos por el entonces llamado Puerto Nuevo, la litera que transporta al emperador, no puede ser llevada por caballos. Por lo que se construye con un arcón, una silla que llevarían a hombros un grupo de hombres. Lugareños de las distintas localidades a las que va arribando son los encargados de portar al emperador, por ser ellos los que mejor conocían los intrincados caminos. Unas veces en el arcón y otras, debido a las dificultades del camino, sobre las espaldas de alguna persona de la comarca, el monarca llega a su penúltima morada. Solo le quedaba llegar al Monasterio de San Jerónimo de Yuste, lugar de su retiro voluntario, para esperar allí la llamada de su Dios. El ultimo viaje.

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